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volver Revista 702 - Música para movilizar el Ejército (Parte 1)
Por el Mayor Mestro de Banda Diego Gonzalo Cejas

Federico II ejerció gran influencia en la conducción militar del siglo XIX por sus novedosas técnicas de desplazamiento y maniobra, que posibilitaron dar a las columnas de ataque sencillez, agilidad y fuerza para marchar rápidamente y trastornar al enemigo con la bayoneta. Esencialmente, el rey prusiano pautó los movimientos de su infantería a un ritmo de 75 pasos por minuto, que al girar o desplegarse a partir de la columna aumentaba a 120 pasos por minuto. Además, Federico, hábil ejecutante de flauta y compositor de piezas marciales, fijó la organización de las músicas militares en dos oboes, dos clarinetes, dos bascornos, una flauta, dos trompetas y un contrafagot.

La adopción de estos conceptos en la instrucción del ejército español y, por consiguiente, del ejército patriota pretendió una infantería bien disciplinada y diestra en el manejo del arma, de fuego y de las evoluciones a compás. Precisamente, para establecer la regularidad del paso militar y calcular el espacio de terreno a recorrer por la tropa en un tiempo dado, se necesitó de los músicos del Ejército, que aportaron un repertorio de velocidades.


Instrumentos musicales de la infantería

El adiestramiento de la infantería asignó un lugar de consideración a los toques marciales ejecutados por las cajas de guerra, pífanos y clarinetes. Se llamaba “caja de guerra” propiamente al tambor de los militares, que era un instrumento musical de forma cilíndrica, hueco, de madera o de metal, con los extremos cerrados por piel estirada. Su sonido se obtenía por percusión con palillos y se debía a la vibración de la piel sobre la caja sonora. Sirvió para la marcación rítmica, para disciplinar los movimientos de un conjunto de soldados e indicar el aire de avance, excitar un ataque y señalar el inicio o cese del fuego. Su intervención fue decisiva en los combates y complementaria en las actividades de campaña.

Los toques de caja apoyaron con un ritmo ajustado la acción ordenada: así, la carga y la retirada se basaron en cadencias vivaces, la marcha en el paso normal y el silencio en un ritmo lento, favorable al recogimiento.

Pífanos y clarinetes acompañaron el tambor con melodías simples, de fácil ejecución, aptas para el empleo a pie y marchando y, en todo caso, también oportunas para la capacidad de los ejecutantes. El pífano era una pequeña flauta, cuyo sonido era la octava superior de aquélla, por lo cual se lo llamó también “octavín”. El clarinete era un instrumento tubular de 70 centímetros, con diez agujeros para tonos musicales. Los músicos estaban asignados a la plana mayor con empleos de tambor mayor, tambor de órdenes y cuatro ejecutantes de pífanos y clarinetes, “que son los únicos instrumentos que debe usar la infantería”. Por ello, la Real Orden de julio de 1803 dispuso el envío de treinta y seis cajas de guerra, doce pífanos y veinte clarinetes a Buenos Aires. Esto excluyó orgánicamente la existencia de otros instrumentos; pero ello no ocurrió en la práctica.

Los ejecutantes eran muchachos de tropa de más de diez años de edad, a quienes los regimientos alimentaban e instruían. Debían mostrar disposición, robustez y agilidad para resistir las marchas y, asimismo, estar libres de imperfecciones físicas y enfermedades a fin de ser admitidos, según lo establecía la Ordenanza.

El Triunvirato resolvió en 1812 que los pífanos y clarinetes que no habían cumplido 16 años sólo cobrasen la mitad del prest de soldado.

Martín Miguel de Guemes

El adiestramiento de la infantería asignó en el siglo XIX un lugar de consideración a los toques marciales ejecutados por pífanos, clarinetes y cajas de guerra. Estos últimos servían para la marcación rítmica, para disciplinar los movimientos de un conjunto de soldados e indicar el aire de avance, excitar un ataque y señalar el inicio o cese del fuego. Su intervención fue decisiva en los combates y complementaria en las actividades de campaña.

Toques de guerra

Las responsabilidades de los músicos estuvieron prescritas por el Reglamento para milicias disciplinadas de Infantería y Caballería del Virreynato de Buenos Aires, de 1801, con normas redactadas por el marqués de Sobremonte, y aprobado por real orden. Bajo el título “Toques de Guerra”, renovaron su vigencia la Generala: toque de infantería ejecutado como prevención de tomar las armas para marchar, ser revistados, ejercitarse o combatir; Asamblea: disponía que las tropas que debían formar tomasen las armas; al toque de Tropa empleado después del de Asamblea, las compañías, ya con sus armas, marchaban a formar el batallón.

Siempre que una tropa se desplazase con la formalidad correspondiente, los tambores debían batir Marcha para acompasar el movimiento. Si la tropa era de granaderos de infantería, ejecutaban Marcha Granadera. Si un batallón o regimiento debía desplazar­se y había otros cuerpos en el cuartel o cam­po, para prevenirlos a marchar se ejecutaba Marcha y no Generala. Al oír Alto, cesaban su desplazamiento.

La Retreta: comunicaba que la tropa debía recogerse en sus tiendas o cuarteles: “a la hora que en campaña señale el General, en guarnición el Gobernador, y en cuartel el comandante de él”. Empleada en combate, ordenaba dar media vuelta y ejecutar la marcha en retirada. El Bando anunciaba la difusión de órdenes, penas o noticias que el comandante estimaba dar con solemnidad.

La Llamada anunciaba tomar las armas puestas en pabellón y ponerse al pie de ellas. La Misa servía para indicar el inicio de la liturgia; la Oración era tocada para poner fin a la jornada militar y que la tropa rezase el Ave María. En otros tiempos, se la hacía sonar al escucharse la campana de una igle­sia cercana. Al oír el toque de Oración, las guardias relevaban los puestos, establecían las avanzadas, colocaban los centinelas y las patrullas comenzaban sus rondas.
Al redoble de Atención, cesaban los tambores y la banda, y la tropa prestaba atención a lo que se le mandaba. Tocada Orden, los jefes y ayudantes, entre quienes debían distribuirse las disposiciones y los avisos, concurrían a recibirlas. La Fajina mandaba a la tropa iniciar los trabajos que se hubieran ordenado; la Diana era tocada al romper el alba, para que la tropa abandonase la cama; el Calacuerda acompañaba el paso de ataque con bayoneta calada y su nombre deriva de “calar la cuerda”, esto es aplicar las mechas a las antiguas armas de fuego, antes de la introducción de la llave de chispa. Esta expresión quedó como sinónimo de acometida.

Se hizo escucha constante de estos toques a la tropa durante los ejercicios doctrinales, “para que los soldados se acostumbrasen a maniobrar sin voz de mando en el combate”. Tuvieron un significado en guarnición, otro en la rendición de honores y en combate anunciaron una maniobra o acción conocida.

El alma de los regimientos

En 1814, la Imprenta de Niños Expósitos reimprimió los títulos de las Reales Ordenanzas pues se creyó conveniente conservarlos para la instrucción de los tam­bores. Responsabilizó de ésta al tambor mayor, le dio la graduación de sargento pri­mero y distintivos consistentes en una fran­ja ancha de terciopelo con bordes dorados y un grueso bastón con puño de plata.

Este individuo, perteneciente a la clase de tropa, tenía sus privilegios por mérito, anti­güedad, valor en combate y perfecta habilidad en los toques. En caso de vacante, recibía despacho de oficial aunque no supiese leer ni escribir.
El tambor mayor ejercía sobre sus subor­dinados una estricta vigilancia. Sujeto a la misma formación que sus tambores, vivía con ellos en los cuarteles y conocía el rendimiento de cada uno. Transmitía oralmente sus conocimientos y obligaba a prácticas frecuentes que introducían a los novatos en los principios musicales y mejoraban la habilidad de los adiestrados. Velaba con celo la pureza de la ejecución y la observancia de las cadencias de marcha.

Para el logro de toques seguros, los tambores interpretaban en conjunto hasta hacerlo a un mismo compás hasta que no se oyesen vicios. Luego, separados cuatro tambores, cada uno debía ejecutar un toque distinto al mismo ritmo y sin distracción.
La enseñanza incluyó el modo de relevar las guardias a compás, para lo cual el tambor saliente debía tomar la cadencia del entrante, “para que no se perciba diferencia en los golpes”. Igualmente, el tambor mayor los introdujo en la ejecución a la sordina en la que sólo se acentuaba el tiempo fuerte del compás y se sugerían los restantes, o el redoble con cajas destempladas, es decir, con las sogas tensoras flojas para que el par­che sonase desapacible y luctuoso, como señal de luto para los días santos, la muerte de jefes y oficiales, y otras circunstancias.



Caballería sin toques

El Reglamento para el Ejercicio y Maniobras de la Caballería asignó a cada regimiento una plana mayor con un sargento de cornetas y doce individuos de banda para ordenar cambios de formación y aire de marcha a trompa tañida.

Aunque la organización de los regimientos era según lo prevenido en los reglamentos españoles, la realidad local fue diferente. Al decir de Paz, “no se seguía una táctica especial para este arma […] no se daba más que la voz de ¡avancen! y lo hacía cada uno como se le antojaba”. Este modo de llevar la guerra a caballo no empleó toques militares y la experiencia llamó la atención del marqués de Sobremonte, quien dispuso en el Reglamento de 1801: “respecto a no haber de estos últimos instruidos en los toques de caballería, se darán por sólo una vez de los Regimientos de la Península ocho para que sirvan de maestros distribuidos entre las provincias donde hay cuerpos reglados de esta clase” y responsabilizó a los sargentos mayores y los ayudantes por la instrucción de los trompas. Ello nunca se concretó y, en 1805, el ministro de Guerra comunicó a Buenos Aires: “No habiendo podido despacharse todavía a esa Provincia los ocho Trompetas para Maestros, ni los treinta y cuatro clarines [...] ha resuelto S. M. que se espere al tiempo de la paz para hacerse esta remesa de los referidos músicos e instrumentos”. La guerra en Europa presentó un panorama poco halagüeño para la música de ultramar y las soluciones al respecto fueron de inspiración local.



Martín Miguel de Guemes

Camino al Paraguay, Belgrano informó a Moreno las exteriorizaciones de ánimo que tenían sus hombres: “Anoche se han divertido los oficiales cantando una cancioncita patriótica, que me ha gustado mucho, y cuya copia remito”. Del mismo modo, refirió el entusiasmo bélico hecho canción en pleno combate de Paraguarí: “Nuestra gente se había apoderado de la batería principal, y estaba cantando la ‘Marcha Patriótica’”.
La milicia criolla había encontrado en el canto un elemento de incitación guerrera.

El paso de los ingleses

Las bandas de música recibieron un impulso extraordinario con motivo de las Invasiones Inglesas y la posterior militarización urbana. Buenos Aires y Mendoza quedaron impresionadas por el paso de los músicos ingleses. Esta última recibió un contingente de 250 prisioneros, entre ellos 6 músicos, quienes lucieron su arte en el ambiente local. La grafía propia de los “oídos duros” de la gente de nuestra tierra, poco acostumbrada entonces a nombres extranjeros, registró sus nombres: Guidermo del Ponderto, Jilermo Benardo, Andrés Feriguson, Gilermo Soatto, Juan Meller y Thomas [sic] actuaron un año en esa localidad y marcaron profundamente el gusto musical cuyano. Posiblemente esos nombres se correspondan con los de William Ponderton, William Bernard, Andrew Ferguson, William Sutton y John Millar; en cuanto a Thomas, puede ser nombre o apellido, ya que falta el otro elemento identificado. Todos ellos fueron devueltos a Luján y allí animaron las reuniones de familias acomodadas.

Desde septiembre de 1807, Buenos Aires poseyó tambores, pífanos y clarinetes en todos sus batallones urbanos conforme la Real Orden de 1787, pero se permitió costear otras plazas de música en las unidades más importantes, entre ellas la de Patricios, que contó con 34 ejecutantes: once tambores, tres pífanos, ocho clarinetes, dos octavines, dos trompas, dos fagotes, serpentón, dos clarines, bombo, triángulo y pandereta. En los cuerpos de Peninsulares, se destacó la Banda de Vizcaínos, cuyo músico mayor fue Víctor de la Prada, nacido en las Provincias Vascongadas y educado musicalmente en Francia. Llegó al Río de la Plata con dominio de la flauta, fagot, octavín y clarinete, por lo cual, en 1810, el Gobierno le encomendó la Academia de Música Instrumental, que dio formación profesional a los ejecutantes del Ejército. La academia funcionó en la Sala del Protomedicato y, a poco de inaugurada, recibió al acaudalado cuyano Rafael Vargas, quien le encomendó 16 de sus esclavos para que estudiasen instrumentos de viento adquiridos en Europa por el apoderado de Vargas. En 1814, regresaron a Mendoza formando una banda completa que amenizó las fiestas de su dueño, las procesiones de la iglesia y los actos públicos. En agosto de 1816, Vargas la obsequió al general San Martín para que pasara a integrar el Batallón Nro. 11.



El cancionero patriótico

Este recurso no era novedoso en el Plata. Las primeras manifestaciones de fervor militar se habían inaugurado en Buenos Aires con la expulsión de los ingleses. En el marco de los homenajes, el capitán Vicente López compuso un poema histórico, “El Triunfo Argentino”, anticipo del brío que manifestaría en el “Himno Nacional Argentino”.

La victoria de Suipacha motivó que La Gazeta publicase la “Marcha Patriótica”, obra que inició la divulgación incesante de canciones para expresar de manera pública el reconocimiento al héroe, porque “nada excita más al hombre de armas que las distinciones honrosas como la alabanza”, escribió el caballero Jean Charles de Folard.

Camino al Paraguay, Belgrano informó a Moreno las exteriorizaciones de ánimo que tenían sus hombres: “Anoche se han divertido los oficiales cantando una cancioncita patriótica, que me ha gustado mucho, y cuya copia remito”. Del mismo modo, refirió el entusiasmo bélico hecho canción en pleno combate de Paraguarí: “Nuestra gente se había apoderado de la batería principal, y estaba cantando la ‘Marcha Patriótica’”. La milicia criolla había encontrado en el canto un elemento de incitación guerrera.

En 1811, durante el sitio de Montevideo, el capitán Juan Quesada y otros patriotas, en una arriesgada acción, tomaron por asalto la Isla de Ratas. El informe de Rondeau expresó que “los participantes de la atrevida operación fueron recibidos por sus camaradas cantando himnos y vivando a la Patria”.

El impulso del cancionero, tomado del dispositivo simbólico de la Francia revolucionaria, fue incorporado en toda evocación oficial. Ello llamó la atención de los realistas, quienes, en la pluma de Mariano Torrente, expresaron: “Así hemos visto en todas las revoluciones, [hispanoamericanas] y aún en la francesa, que tan presente podemos tener a la memoria, correr a la muerte personas de todas clases, edades y sexos, riendo, cantando y celebrando como un triunfo su mismo suplicio”.

Las primeras composiciones brotaron de la espontaneidad patriótica de los soldados, en tanto que las producciones musicales del Segundo Triunvirato vieron la luz por encargo. Así nació la “Canción Patriótica”, consagrada canción nacional en 1813.

El Ejército de los Andes también usó este recurso. Tras la victoria en Maipú, describió Olazábal: “Los soldados de la Patria, en derredor de los fogones en que habían vivaqueado esa noche, tendidos de fatiga, con el rostro irradiante y cubierto de polvo, se contaban sus hazañas y entonaban el “Himno Nacional’ ”.

La música estimuló durante la guerra la moral y el carácter de los hombres, quienes resistieron las fatigas de la marcha y el combate impulsados por el canto, y ocupó sus fogones, sin necesidad de recurrir a la embriaguez y al juego.

Guillermo Miller relató que en el Ejército Unido “entre los oficiales había algunos jóvenes excelentes […] la mayor parte tocaban la guitarra o cantaban canciones nacionales e himnos a la libertad. Se oían todas las noches hasta muy tarde por todo el campamento”. El canto en el Ejército fue de gran utilidad para la juventud: la preparó a nobles acciones y le inspiró sentimientos sublimes durante toda la guerra.



Belgrano y la música militar

Belgrano tuvo preocupación por la música del Ejército desde sus años de sargento mayor de Patricios. En enero de 1810, sus músicos fueron asimilados a combatientes y llevaron sable, para lo que se les proporcionó las quince hojas necesarias.

Enviado a Paraguay, se preocupó por diseñarles un uniforme distintivo consistente en “casaca azul, vuelta; collarín y solapa encarnada con galón de oro en el cuello y solapa y botón dorado, pantalón y chaleco blanco, y bota o botín, sombrero elástico o redondo a falta de aquél”. Participó al gobernador correntino su necesidad de ejecutantes, pero advirtió: “Si sus instrumentos no son bélicos, excúselos Ud., como voy a excusar los de las Misiones que me han venido, que en nada se diferencian de las ranas de la Laguna del Iberá y sus adyacentes”, describió con gracejo.

Martín Miguel de Guemes

Martín Miguel de Güemes procuró música para sus “infernales”, porque conocía su influjo sobre el espíritu: tuvo formación musical con Antonio de Atienza y Picazo y, en 1806, se lo responsabilizó de cuatro aprendices de música del Regimiento Voluntarios de Caballería de Salta enviados a estudiar a Buenos Aires.

Las órdenes de la Expedición al Paraguay fueron transmitidas por los tambores Ríos y Bustamante, jóvenes de 12 y 15 años respectivamente. En Paraguarí nadie oyó sus parches y “nuestra victoria, que hubiera sido famosa, se escapó de entre las manos. Los soldados se entretuvieron en el pillaje sin escuchar la Llamada para su reunión”, señaló el comandante. El grito cobarde de ¡nos cortan! contagió a todos de un espíritu inoportuno y “bastó para que el mayor general [Machaín] tocase Retirada”. Al oír el anuncio, todos huyeron “abandonando cuanto se había ganado”, escribió.

En cinco meses, la infantería de Belgrano aprendió a obrar al son de sus instrumentos y fue célebre el Paso de Ataque impues-to por el tambor de órdenes patriota en Tacuarí. Esa dependencia auditiva de los instrumentos musicales para la comunica-ción fue el argumento de un soldado juzgado por no presentarse rápidamente a una guardia puesta en alarma en Candelaria por una tropilla de caballos. “Se tocó ¡Al Arma! y no concurrí por no haberla oído porque fue a la voz”, explicó en el sumario.

Los músicos que no concurrieron a la campaña permanecieron en Buenos Aires y dos de ellos, pertenecientes a Patricios, José Rebella y Rafael Rodríguez, encabezaron el “motín de las trenzas”, afirmó Ernesto Fitte.



Canto y expulsión

Como comandante del Ejército del Norte, Belgrano halló en Tucumán el lugar para frenar a los realistas. Días antes de la batalla, Pío Tristán perdió al jefe de su vanguardia, coronel Huici, capturado por los patriotas, y, deseoso de asegurar un buen trato para el prisionero, remitió un oficio a Belgrano “por medio de un trompeta”, advirtiéndole que el apresado debía ser tratado con humanidad, bajo amenaza de tomar represalias con los que él tenía en su poder. Era doctrina emplear músicos de órdenes como estafetas, quienes, enviados al campo enemigo, proporcionaban informes de inteligencia.

El 24 de septiembre, al observar el enemigo en el campo de batalla, Belgrano dispuso “desplegar por la izquierda las tres columnas de infantería, única evolución que habían podido aprender en los tres días anteriores”. Aráoz de Lamadrid refirió por su parte: “Nuestras milicias, así que se tocó ¡A degüello!, lanzaron un grito y se precipitaron sobre la línea enemiga, que no pudo resistirlas”.

Belgrano acreditó poseer golpe de vista táctico y el momento no pudo ser más oportuno para ordenar que “la infantería se lanzase sobre el centro a Paso de ataque y bayoneta calada, sin contestar al fuego que se le hacía”. El Calacuerda impuesto por Pantaleón Silva y Pedro Bustamante sacó lo mejor de esos paisanos: “Confieso que fue una gloria para mí ver que el resultado de mis lecciones a los infantes para acostumbrarlos a calar bayoneta al oír aquel toque correspondió a mis deseos”. Pantaleón Silva, tambor del 6 de Línea, murió en esa acción. La posesión de la plaza significó el triunfo patriota y el botín contó, entre otros útiles, cinco cajas de guerra tomadas al enemigo. A pesar de ello, la retirada realista tuvo música: “En orden de marcha de guerra, el ejército desfiló frente al general, mientras la banda tocaba la ‘Marcha Española’”, anotó Luqui Lagleyse.

Pese a la victoria, las diferencias entre los oficiales se expresaron en una canción que el capitán Pedro Regalado de la Plaza compuso para excitar el odio contra el coronel José Moldes. Contó Paz que Moldes no tenía mando ni pertenecía al Ejército, pero, por patriotismo o amistad con el general, se halló en la batalla. Belgrano quedó complacido con esa actitud y, posteriormente, le dio un destino de importancia que disgustó a la oficialidad. La “arbitrariedad y despotismo” del advenedizo dieron argumento a estos breves versos:

Ya ningún tirano, ni déspota alguno/ logrará en nosotros abrigo ninguno.
Si alguno se atreve aquí a introducirse/ nuestros oficiales sabrán decidirse.
Que viva la Patria Bravos Oficiales / Paisanos y tropa, Guerreros Marciales.

Esta canción motivó que Belgrano expulsase del ejército a Regalado de la Plaza, pero también caló hondo en el espíritu de Moldes, quien renunció a su designación. Antes de poner en marcha el ejército rumbo a Salta, se hicieron funerales por los caídos en la batalla sin importar su bando. Los tambores batieron A la Funerala, con sus cajas destempladas.



Honores de guerra en Salta

Camino a Salta, Belgrano mandó jurar la enseña de su creación, a orillas del Río Pasaje. La revista de las tropas se hizo con los honores y toques de ordenanza. Tras una breve arenga del general, ingresó Díaz Vélez “trayendo a son de música, escoltada por una compañía de granaderos, una bandera azul y blanca”. El desplazamiento del pabellón se hizo con el toque de Tropa.

El 20 de febrero de 1813, la victoria coronó los esfuerzos del ejército: “a medio tiro de cañón de a 6 hicieron una evolución tan perfectamente, y con tanta serenidad, como si estuvieran en un ejercicio doctrinal”. Ello no hubiera sido posible sin el acompasamiento de la marcha seguido por Belgrano durante la instrucción.

La capitulación estableció que el vencido abandonase la plaza al compás de sus instrumentos musicales. Belgrano dio una prueba de respeto a su valor y “el ejército real salió al campo, formado en columna, llevando los batallones los jefes a su cabeza, batiendo Marcha los tambores y sus banderas desplegadas”.

Los patriotas correspondieron su “energía y valor” y saludaron esas insignias. El armamento se entregó hombre por hombre, con sus cartucheras y correajes, “los tambores hicieron lo mismo con sus cajas y los pífanos con sus instrumentos”.



Vilcapugio y Ayohuma

En Vilcapugio, el enemigo también dejó impresiones musicales, “desplegó su línea de batalla y con la Marcha granadera de la antigua ordenanza, avanzó en esta formación”. El empleo del paso militar comunicó a los patriotas la resolución que los animaba: “Su marcha era acompasada y hasta lenta y nada indicaba menos que ardor o confianza en la victoria”, escribió José María Paz.

Tomado el contacto, el ala derecha y la mayor parte del centro patriota triunfó ante el enemigo que tenía enfrente, lo puso en derrota y le tomó la artillería. Pezuela dio por perdida la batalla y se puso en fuga, sin percibir la vacilación del atacante: “Capitán, están tocando Reunión, se retira nuestra gente” informaron a Lamadrid. El funesto toque se aseguró; lo habían dado los tambores de Cazadores por orden del mayor Ramón Echeverría y ello principió el desastre en la jornada.

Belgrano fue uno de los últimos en retirarse del campo de batalla, montado en mula y guiado por uno de sus tambores. Lamadrid recogió dispersos camino a Macha: “Logré reunir más de setenta hombres de todos los cuerpos pero ningún tambor ni corneta”, escribió con preocupación por sus músicos de órdenes.

Al mes siguiente, tras ser batido en Ayohuma y a media legua del campo de batalla, “enarboló Belgrano la bandera del ejército y empezó a tocar Reunión a la vista del enemigo, [quien] dio tiempo al general patriota para que se le reuniesen como 400 hombres de infantería, y como 80 de caballería”. Ese día, sonora fue la señal de que su comandante no los abandonaba. La grandeza de Belgrano fue hecha toque aquel 14 de noviembre de 1813.



Música naval

De igual modo a bordo, desde las primeras acciones navales de Guillermo Brown y su Escuadra, la música estimuló el coraje de la gente de mar. Los veteranos navegantes lo resistían todo con el mismo estoicismo: la escasez de víveres y la dura vida en el mar, pero al tocarse “The morning of St Patrick Day” los marinos se transformaban y peleaban con una bravura insuperable, sin haber peligro capaz de atemorizarlos. Las Memorias de Brown relataron que esta canción inspiró el heroísmo de sus hombres y como un poder mágico elevó sus almas a comprender la magnitud de las hazañas necesarias. El 17 de marzo de 1814, ciento cincuenta marinos atacaron Martín García: “desembarcaron bajo un vivo fuego que partía de los bosques de la isla. Como era día de San Patricio, el tambor y el pífano (irlandeses ambos) ejecutaron su aire nacional, y a sus acordes los asaltantes se treparon a la colina, adueñándose prontamente de la isla”. En el Combate del Buceo, el almirante celebró su triunfo con la pieza irlandesa tocada desde la Fragata “Hércules”, donde fue transportado herido. Allí la melodía brotó jubilosa de los instrumentos y fue grito desbordante. Brown alcanzó las fibras de esos hombres duros para el sentimiento y encontró en la música el medio necesario.

El esfuerzo naval contribuyó a la caída de Montevideo, y la capitulación firmada por Carlos de Alvear y Gaspar de Vigodet dispuso que la entrada en la plaza no debía ser celebrada “ni por el ejército sitiador ni por los buques del bloqueo o en Buenos Aires”. Sin embargo, en esta última hubo festejos y conjuntos militares dirigidos por Francisco Ramos y Antonio Martínez.



Música de infernales y dragones

Martín Miguel de Güemes procuró música para sus “infernales”, porque conocía su influjo sobre el espíritu: tuvo formación musical con Antonio de Atienza y Picazo y, en 1806, se lo responsabilizó de 4 aprendices de música del Regimiento Voluntarios de Caballería de Salta enviados a estudiar a Buenos Aires.

En 1818, escribió a Pueyrredón: “Estoy empeñado en el arreglo de una música para el Regimiento de Infernales. Tengo algunos operarios pasados del enemigo, pero les faltan instrumentos; se los pedí a Belgrano y me contesta que no los tiene”. El salteño José Rabasa, también alumno de Atienza, condujo el conjunto de 4 clarinetes, 2 octavines, 2 trompas, bascorno y clarín de ese regimiento.

Además de los infernales, el arma más eficaz por su adaptación a las exigencias operacionales de esa región fueron los dragones. De organización similar a un regimiento de caballería, poseyeron trompetas, pero también un tambor mayor montado y tambores por compañía. Lamadrid, su jefe, aprovechó a sus músicos para velo y engaño: “Hice tocar Orden para llamar la atención del enemigo”. Con enérgicas voces de mando y en columna “me dirigí al toque de Marcha sobre él… mi objeto era que no pasaran la noche ellos bajo techo y nosotros al raso”. Así lo repitió hasta la medianoche, “batiendo Marcha con la única corneta que tenía”, escribió en sus Memorias. Un ardid similar usó contra Canterac: “Toqué Orden General y fue repetida por dos cornetas. El general, alarmado esa noche por el embuste, juzgó que iba a atacarlo con todas mis fuerzas y llamó al general Olañeta en su auxilio”, aclaró en su relato.

El comandante tucumano ordenaba marchas de diez u once leguas por día a sus “húsares de la muerte” y, cada vez que descubrían algarrobas, “les mandaba tocar el Paso de ataque, y partíamos todos disputándonos la preferencia en el comer, pues aquellos que llegaban primero tenían a su disposición la mejor algarroba”, evocó la memoria.

A finales de 1817, tras diez meses de campaña como avanzada del ejército, Belgrano recibió a Lamadrid y sus hombres en Tucumán, “con la banda del ejército y los músicos de los cuerpos”. Completaban el cortejo el Estado Mayor, el gobernador de la provincia y la parte principal del pueblo.



La contradanza delatora

Las patrullas que salían de las ciudades del norte marchaban aisladas por sendas y montes que propiciaban los asaltos. La dificultad se planteaba durante la noche al intentar reconocer si pertenecían a la propia tropa o al enemigo. El aire de un canturreo resultó fatal a “un oficial español que atravesaba a la cabeza de su numerosa partida, con la pierna puesta sobre el pescuezo de su caballo y tarareando una contradanza, cuando una mano invisible, de lo más espeso del bosque, le disparó un tiro que lo dejó cadáver sobre el mismo sitio”, contó un testigo.

Otro episodio curioso, esta vez con intervención de toques, lo protagonizaron unidades de infantería que iban a enfrentarse por una vaca. En vísperas de Venta y Media, el Regimiento 1 tuvo una tropa de reses y los demás cuerpos ninguna. Al pasar delante del Regimiento 12, éstos robaron un animal, “lo que, visto por el coronel Forest, que estaba inmediato con su cuerpo, hizo tocar Llamada, formar la tropa, cargar las armas y disponerse a batir al número 12, para exigir la vaca que había enlazado”. La prudencia de los jefes evitó una desgracia.

Los partes de guerra también acreditaron la presencia de música militar en el norte: en Cinti se contó como botín 3 clarinetes y dos platillos, entre otros útiles. En Laguna y el Villar, “tres tambores lucidos”. En Culpina, 500 infantes fueron sorprendidos por 80 húsares, quienes asaltaron “la guardia de prevención tomando una parte de sus equipajes y algunos instrumentos de su música”, describió el jefe vencedor.

Orientación bibliográfica

Fuentes inéditas

En esta investigación, trabajamos con las siguientes cartas y documentos del Museo Mitre:

- Correspondencia de Nicolás de Vedia con hombres públicos argentinos. Armario 1.
- 60 Años de la Batalla de Maipú. Memoria de José Melián, Gerónimo Espejo, Rudecindo Alvarado y Rufino Guido. Entrevista de B. Mitre a los que quedan.
- Correspondencia de Güemes a Pueyrredón, documento 2083 A1.
- Carpetas 257, 250, 238 y 286 hoja 12. Anexo San Martín.
- Diario de Las Heras en marcha por Uspallata (consta de 100 hojas a partir de la número 14).
- Archivo privado de Manuel Belgrano, 13.104 y 13.280.



Fuentes editadas

El lector puede hallar, en las fuentes publicadas que a continuación se mencionan, los principales testimonios relacionados con el empleo de música en las operaciones militares de la guerra por la Independencia:

BELGRANO MANUEL, Autobiografía y Memorias sobre la Expedición al Paraguay y Batalla de Tucumán, Buenos Aires, Emecé, 1942.
LA MADRID, GREGORIO ARÁOZ, Memorias, Campo de Mayo, Biblioteca del Suboficial, 1947, Tomos I y II.
PAZ, JOSÉ MARÍA, Memorias Póstumas, Buenos Aires, Biblioteca del Oficial, 1924, en tres tomos.
ESPEJO, GERÓNIMO, Apuntes Históricos sobre la expedición libertadora del Perú, 1820, en Biblioteca de Mayo, Colección de Obras y Documentos para la Historia Argentina, Buenos Aires, Senado de la Nación, 1974, Tomo XVII primera parte.
ESPEJO, GERÓNIMO, El paso de los Andes, crónica histórica de las operaciones del Ejército de los Andes para la restauración de Chile en 1817, Buenos Aires, 1916, Librería “La Facultad” de J. Roldán.
OLAZÁBAL, MANUEL, Memorias. Refutación al ostracismo de los Carreras. Episodios de la Guerra de la Independencia. Buenos Aires, Biblioteca del Instituto Sanmartiniano, 1942.
INSTITUTO NACIONAL BELGRANIANO, Documentos para la Historia del General Manuel Belgrano, Buenos Aires, INB, 1998, Tomo III, Volumen 1.
TORRENTE, MARIANO, Historia de la Revolución Hispano-Americana, Madrid, Imprenta de Moreno, 1830.
BROWN, GUILLERMO, Memorias, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1957.
MITRE, BARTOLOMÉ, en sus dos obras fundamentales, Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, París, Imprenta Monillot, 1881, e Historia de San Martín y de la Independencia Sudamericana, Buenos Aires, La Nación, 1888.


Obras generales sobre la organización de la música militar hispánica y patriota

Un notable esfuerzo de investigación y exposición de varios siglos de tradición militar hispana, entre ella los toques militares, está expuesto en el Diccionario Militar (que) contiene las voces técnicas, términos, locuciones y modismos antiguos y modernos de los Ejércitos de Mar y Tierra, por el capitán retirado J. D. W. M., Madrid, Imprenta de Luis Palacios, 1863.

Las normas inherentes al género marcial están enumeradas en las Ordenanzas de S. M. para el Régimen, Gobierno, Servicio y Disciplina de los Regimientos de Guardias de Infantería Española y Walona, en la Corte, en Guarnición, Campaña y Quartel, etc., Madrid, Imprenta de Pedro Marín, 1773, 4 tomos.

Corresponde señalar asimismo a Ricardo Fernández De Latorre, Historia de la Música Militar de España, Madrid, Ministerio de Defensa, 2000, notable investigación y exposición de nueve siglos de música para las armas de España.

En lo atinente a nuestro país, merece ser consultado Nicolás Germinal Sancineti y su Bandas Militares. Reseña Histórica del Servicio de Bandas Militares del Ejército Argentino, Buenos Aires, Gráfica General Belgrano, 1995.

Un precursor vasto y estudioso del género fue Vicente Gesualdo en La Música en la Argentina, Buenos Aires, Editorial Stella, 1978 y “Las Bandas Militares” en Todo es Historia, número 133 de Junio de 1978.

De las bandas militares hispanas presentes en la contienda se ocupó Julio Mario Luqui Lagleyze, en El Ejército Realista en la Guerra por la Independencia, Buenos Aires, Instituto Nacional Sanmartiniano, 1995. La obra proporciona datos técnicos y un breve historial de cada conjunto. Sobre la participación de los músicos de Patricios en el motín de las trenzas, debe leerse a Ernesto Fitte, El motín de las trenzas, Buenos Aires, Editorial Fernández Blanco, 1960.

Acerca de la educación musical de San Martín con Fernando Sor, hay datos interesantes en Bernard Piris Fernando sor: une guitare à l’oreè du Romantisme, París, Editions Aubier, 1992 y también en la obra de Ricardo Fernández de Latorre.

Numerosos episodios musicales del Ejército de los Andes están narrados por José Zapiola, en Recuerdos de treinta años (1810 – 1840), Santiago de Chile, Ediciones Francisco de Aguirre, 1974.



Mayor CejasEl Mayor Maestro de Banda Diego Gonzalo Cejas es Doctorado en Historia por la Universidad Torcuato Di Tella, Magister en Historia de la Guerra egresado del Instituto Universitario del Ejército y Licenciado en Historia por la Universidad Nacional del Sur. Integra el Grupo de Historia Militar de la Academia Nacional de la Historia y es Miembro de Número del Instituto Argentino de Historia Militar. Obtuvo los Premios “General Belgrano” del Instituto Nacional Belgraniano por su labor de divulgación patriótica y “Academia Nacional de la Historia” por el mejor promedio universitario 2006. Es autor de Sonidos de la Patria, ensayo sobre el repertorio patriótico fundamental, coautor de La Música en la Guerra del Paraguay y Guerra de Independencia. Una nueva visión. Se desempeñó como profesor de Historia de las Campañas Militares Argentinas en el Colegio Militar de la Nación y actualmente está nombrado como Director de Banda en el Regimiento de Infantería 1 “Patricios”..



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